Las cuerpas soberanas

Si queremos hablar de migraciones o expulsiones trans de sus lugares de origen, debemos empezar por la raíz. En mi caso, experimenté mi primera expulsión a los 11 años, dentro de mi propia familia, una institución capturada por preceptos religiosos que otorgan un lugar sagrado a un tradicionalismo inviable. Al expresar mi orientación, buscaba, a través de mi expresión de género, reivindicar la feminidad, pero el negacionismo intransigente cometió su crimen: acabar con una identidad. Como afirma Rich (citado en Segato, 2016, párr. 11), “la heterosexualidad y el régimen patriarcal conforman una alianza política que efectivizan la heterosexualidad obligatoria.”

Al confesar mi “crimen,” fui expulsada de mi familia. Sin embargo, siendo una persona neurodivergente y sin una red de amistades conscientes, decidí regresar el mismo día, pocas horas después, condenada a habitar un cuerpo sin su auténtica alma. Nunca creí en aquella religión ni en las costumbres machistas y patriarcales que promovieron por años; irónicamente, si su Dios existía, me refugiaba en eso para invocar mi propia muerte, ya que nunca fui capaz de realizarlo por mi cuenta.

La figura del varón individual actúa como micro-soberano de las poblaciones a su cargo. Los varones, en sus privilegios de género, acceden a la socialización en el uso de técnicas de necropolítica, legitimando la violencia como herramienta fundamental de gobierno (Valencia, 2019, p. 185). Durante 4 a 6 años, mi deseo en cada cumpleaños fue una pena de muerte divina por el supuesto crimen de desafiar las leyes de una presunta naturaleza. Las migraciones continuaron; el “crimen” no podía ocultarse y se expandió en el barrio y en la escuela.

La última migración fue en 2018, aunque por otra causa: la defensa de los derechos, olvidando quizás los míos, sin hacer un ejercicio de memoria y reconexión. Las amenazas y el acoso a nivel local me llevaron al desplazamiento interno y, entre julio y agosto de ese año, al refugio en otro país. Ser una persona migrante implica una exclusión extrema, percibida como amenazante y con “las mayores perversiones del mundo.” García y Villafuerte (citado en Mondragón y Bollo, 2023, párr. 21) describen al “sujeto migrante” como uno “amorfo, sin consistencia, sin ciudadanía o desciudadanizado.”

Costa Rica, siendo un país pionero en la promoción, protección y garantía de los derechos humanos, me permitió auto-reconocerme nuevamente desde la espiritualidad y la colectividad en un campamento diverso. El “crimen” volvió a salir a la luz, pero desde nuevas perspectivas; hubo un proceso de excavación del cuerpo, revisando y analizando las memorias intra e interpersonales, las heridas emocionales, los azotes socio-religiosos y las huellas del modelo económico extractivista.

¿Es esto un crimen? Claro que sí, pero con un cambio de roles: los acusadores siempre han sido quienes, de manera sistemática, asesinan primero la identidad, la esencia misma de la persona, hasta convertirla en un cuerpo vacío lleno de cisheteronormatividad, marchando en la gran fila del reduccionismo reproductivo machista. ¿Se puede auto-asesinar o destruir algo que fue creado por la sociedad? Más aún, ¿es posible dar muerte a un templo alterado desde sus bases por el sistema heteropatriarcal? Hablo de algo tan simple como la reconquista de nuestro primer territorio usurpado: la autodeterminación de los territorios corporales es la máxima manifestación de lucha de género.

Muchas personas logramos, mediante rituales, nuestra transición de género; rescatar la identidad de género sigue siendo una medida de reparación individual, aunque no bimodalmente reconocida. Invirtiendo la perspectiva, las personas perpetradoras se vuelven identificables, y debemos considerar la existencia de un genocidio debido a la identidad de género permanente. La necropolítica no declarada es el arma de los genocidas; estas políticas emplean la combinación de cuerpos normativos y normas sociales para regular la población. Como indica Valencia (2019), es una herramienta radical de gestión de las poblaciones en los países ex-coloniales (p. 184). Jaramillo (citado en Jaramillo y Rosas, 2023) observa que “las políticas públicas estratifican los derechos de las personas y refuerzan las desigualdades políticas, económicas y sociales preexistentes” (p. 204).

Este tipo de política se institucionalizó a través de la patologización de identidades y cuerpos disidentes, incluso amparado por organismos internacionales. Con la eliminación de esta visión totalizante en los años 90, podemos ser consideradas humanas, similar al reconocimiento de los pueblos originarios, que antes eran vistos como inhumanos.

¿La razón de esta política? La hipervisibilización de las identidades de género y los territorios corporales a partir de las huellas de violencia y tortura, generando miedo, ansiedad y desestabilización emocional. Según el informe temático sobre personas diversas de la CIDH (2020), el promedio de vida de personas trans ronda los 35 años, mientras que el de mujeres cisgénero en Latinoamérica es de 79 años, una diferencia de 44 años.

En este contexto, surgen cuestionamientos antagónicos sobre el rol del Estado y las propias organizaciones políticas en relación con las personas trans. “El Estado nos repudia y nos expulsa, un patriotismo siempre vinculado a la religión pero también una oposición que nos relega; no tenemos camino para elegir,” afirmo con firmeza. Durante las protestas sociales no había distinción entre cuerpos, pero las personas trans formamos parte de ellas. 

No somos un ganado político, y se exige ser reconocidas como sujetas políticas, con plena capacidad para decidir sobre nuestras vidas e identidades. Como dice Segato (2016), “el sistema patriarcal refuerza sus estructuras a través de un control social que se disfraza de neutralidad política, mientras perpetúa las desigualdades.” Este control no solo se manifiesta en los espacios públicos, sino también en la forma en que nuestras demandas son ignoradas o reducidas a categorías simbólicas.

Esta necropolítica subterránea ofrece elementos para considerar el crimen de lesa humanidad a nivel regional. Existe una violencia sistemática y normalizada, una desigualdad estructural que inicia con el arrebato de los derechos humanos. Según el artículo 7, inciso h) del Estatuto de Roma, el crimen de lesa humanidad abarca la persecución por diversos motivos, entre ellos la identidad de género.

En marzo del año pasadp, Argentina reconoció como crimen de lesa humanidad la violencia de género contra personas trans durante la dictadura militar en centros clandestinos de detención y tortura. Oberlin, auxiliar de la Fiscalía argentina, explica que “estas personas fueron consideradas enemigas por el Terrorismo de Estado al no ajustarse al modelo sexo-genérico ‘occidental y cristiano’ que la dictadura buscó garantizar” (citado en UNP, 2024, párr. 9).

Referencias

CIDH. (2020). Informe sobre Personas Trans y de Género Diverso y sus derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. 

Corte Penal Internacional. (2022). Política sobre el crimen de persecución por motivos de género. 

Jaramillo, R. y Rosas, C. (2023). Migración internacional, cisnormatividad y legalidad excluyente: migrantes trans en Argentina. 

Mondragón, M. y Bollo, S. (2023). Territorios migrantes y resistencias trans. Revista de Género y Sociedad.

Segato, R. (2016). La guerra contra las mujeres. Traficantes de Sueños. 

UNP. (2024). Fallo histórico de la Justicia: Reconocimiento a personas travestis y trans como víctimas del terrorismo de Estado. 

Valencia, S. (2019). Necropolítica, posmorten, políticas trans-morten y transfeminismos en la economía sexual de la muerte.

 

Por: Vlada Krasova Torres

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