Mi historia comenzó en 2018, cuando, debido a la situación de represión política en Nicaragua, mi familia y yo fuimos forzados a abandonar nuestro hogar. La persecución de quienes defendían los derechos humanos, como era nuestro caso, hizo que la situación en el país fuera insostenible. Decidimos emigrar hacia Costa Rica, pero no fue un viaje fácil. A pesar de estar con parte de mi familia, viajé sin mis padres, lo que hizo que todo el proceso fuera aún más difícil.
El traslado fue un desafío de resistencia física y emocional. Recorrimos carreteras destrozadas, cruzamos ríos y nos enfrentamos a puentes en muy mal estado. La incertidumbre de no saber si lograríamos cruzar los puntos de control, el miedo constante a ser detenidos o rechazados era doloroso. Cuando finalmente llegamos a Costa Rica, creí que lo peor había pasado, pero la realidad era que el proceso apenas comenzaba.
Al llegar, vivimos en condiciones difíciles, sin documentos y con temor a ser deportados. La discriminación comenzó pronto. Recuerdo con claridad cómo me escondí cuando llegó la policía de migración al hospedaje que recién habíamos llegado, temerosa de que nos devolvieran a Nicaragua, pues volver no garantizaba nuestra seguridad. Pasamos horas en migración, enfrentándonos a una burocracia que nos exigía pruebas y entrevistas que, a veces, parecían interminables.
A los pocos días, nos trasladamos a un salón comunal, un espacio completamente vacío, donde las condiciones de vida eran mínimas. A pesar de todo, hubo personas cercanas al lugar que fueron muy solidarias al brindarnos su apoyo con gestos de ayuda y acompañamiento, pero también nos topamos con otros que, debido a la desinformación y falta de empatía, nos señalaron y nos hicieron sentir como si no tuviéramos derecho a estar aquí.
Estuvimos en varios lugares antes de lograr estabilidad, lo que afectó mi sentido de arraigo y seguridad como niña migrante. La constante mudanza alteró mi vida y me hizo sentir desconectada de todo. Al intentar ingresar a la escuela, enfrenté grandes dificultades. En Nicaragua, en 2018, ya había avanzado varios meses en sexto grado, pero no pude obtener un traslado de estudio porque ponía en riesgo mi seguridad y al llegar a Costa Rica no pude continuar mis estudios de inmediato.
Sin documentos escolares, las autoridades educativas se negaban a aceptarme, intente varias veces pero no conseguía que me aceptaran y fue posible hasta que una organización intercedió en mi favor, recordándoles que la educación es un derecho. Aun así, tuve que repetir sexto grado, lo que fue un golpe emocional muy duro. Cambiar mi vida de un momento a otro, dejar atrás a mis amigos, mi hogar y empezar desde cero fue psicológicamente desafiante.
En la escuela y el colegio me encontré con profesores y compañeros amables, pero también con comentarios discriminatorios por mi nacionalidad. Escuchar palabras negativas sobre los nicaragüenses en la educación, el transporte o los espacios públicos fue un reto constante, especialmente cuando estaba niña, que absorbemos todo de manera intensa y por razones como esas muchas veces me sentí desilusionada, extraña y confundida.
Sin embargo, al crecer, aprendí a manejar mejor estas situaciones y a sentirme orgullosa de mis raíces. Con el tiempo, pude compartir mi cultura con personas interesadas en conocerla, lo que me ayudó a adaptarme y encontrar mi lugar. Por lo cual el tiempo me enseñó a manejar la adversidad y que, a pesar de las dificultades, logré adaptarme, y poco a poco me rodeé de personas que me ayudaron a sanar.
Me enfoqué en mis estudios y, con esfuerzo, pude graduarme con mejor promedio. Ahora, como joven universitaria, estoy a punto de iniciar mis estudios en una de las mejores universidades públicas del país. Mi sueño es convertirme en una profesional competente que pueda contribuir al bienestar de la sociedad, ya que mi experiencia como migrante me ha dado una perspectiva única sobre la importancia de la educación y el compromiso social.
A lo largo de todo este proceso, he aprendido que las barreras que enfrentamos como migrantes, especialmente las mujeres, son innumerables. La discriminación, los comentarios negativos y la falta de empatía de algunas personas dejan huellas profundas. A veces, esas huellas pueden marcarnos para siempre. Pero cada dificultad me ha enseñado lecciones valiosas sobre la resiliencia, la importancia de la educación y la fuerza interior para seguir adelante.
El camino no ha sido fácil, pero hoy me siento orgullosa de mi origen y de mi capacidad para superar obstáculos. La discriminación no define quién soy ni lo que puedo lograr. No es fácil ser migrante, sabemos que enfrentamos muchas trabas en diversas áreas, pero mi compromiso con mis estudios y con el futuro en Costa Rica es firme, y es mi esperanza que, al compartir mi historia, pueda inspirar a otros a que sigan luchando por su sueños y metas.
Por: FMLR